Sábado 1 de Junio de 2013

Las semillas del olvido

Le llevó más de tres horas encontrar el recoleto refugio de la bruja Galea. Le habían contado en Arcadea que su fealdad era tan solo comparable a la de los ogros bicéfalos y las arañas con dientes de sable y rostro anuro.

LAS SEMILLAS DEL OLVIDO

Le llevó más de tres horas encontrar el recoleto refugio de la bruja Galea. Le habían contado en Arcadea que su fealdad era tan solo comparable a la de los ogros bicéfalos y las arañas con dientes de sable y rostro anuro.

Cuando Diolinda posó sus cándidos ojos grandes y negros en el guiñapo astroso acurrucado frente al fogón del destartalado chamizo allende el bosque de Hados, comprendió que los epítetos espetados quedaban cortos, por benevolentes, ante la grotesca imagen que removía un puchero candente con sus viejísimas manos llagadas.

Vestía totalmente de negro y se movía como una ciega criatura de la noche, jorobada y enana.

Hedía a rata muerta dentro del cobertizo lóbrego. La anciana se giró como una rueca rota para dar la bienvenida a la intrusa.

-Una infante eres tú… eso es lo que eres… me pregunto qué puede estar haciendo una infante como tú en mi modesta morada hedionda y cochambrosa.

La contempló con suspicacia y displicencia con el único ojo sano y abierto que le quedaba, pues el otro era como un postigo atascado cerrado a cal y canto.

Recogía la anciana el lacio matojo gris y ralo de su cabellera extinguida en un pañuelo negro, tan amplio y grande como un zurrón para meter dentro un cargamento de sandías.

-Me han dicho que usted puede venderme semillas del olvido.

Habló muy pizpireta Diolinda, ocultando el pavor que le inspiraba la eremita curandera. Se había puesto su mejor traje para la ocasión. Quería impresionar a la bruja Galea y que ésta no la tomara por una chiquilla entrometida, sino por una señorita distinguida y bien educada por sus padres, Noelia y Zacarías.

La anciana estudió con curiosidad a la menuda visitante de larga cabellera dorada, rosados mofletes rubicundos y largo vestido azul de hada madrina con estrellitas amarillas, a juego con el cucurucho cónico que coronaba su leonina melena soleada.

-¿Quién te habrá podido contar tal cosa…? Es lo que se pregunta la vieja sesera de esta pobre anciana apartada en un lugar tan remoto del bosque de Hados.

Diolinda no prestó la menor atención al batiburrillo de su soliloquio y repuso en su habitual tono jocundo:

-Ha sido mi mamá, Noelia Vallehermoso Ronchal.

La bruja emitió una carcajada de tormenta apocalíptica, mostrando una bocaza enorme y negra huérfana de muelas e incisivos.

-¡Yo te gano, yo te gano! –Le retó la anciana, friccionando las manos como un comerciante avieso y usurero-. Galea Borgia Cassilda Drunilda Berrocacostal Valeria Melania Macusi Galea Octopusy Melinda Buj-. A ver si puedes repetirlo…

Apareció en su rostro la faz del tahúr tramposo que juega con naipes marcados.

Diolinda quedó estupefacta por unos instantes, sin recurso alguno para acometer semejante majadería de encomienda.

-No hablará en serio… -Titubeó la pequeña. Las estrellas de su vestido de fantasía parecían tan macilentas y apáticas como abatido estaba su semblante. Apretó los puños con impotencia, presintiendo la debacle aciaga de su misión-.

-En serio, en serio –Siseó la bruja- Tú quieres las semillas del olvido… pues bien, yo quiero que repitas mi nombre. Si lo haces correctamente, sin cometer un solo error, podrás llevarte tantas como puedas cargar. ¿Para qué podría quererlas un infante insolente como tú?

Eso es lo que se pregunta esta vieja cafetera que tiene por sesera esta anciana del bosque perdido de Hados…

-Son para mi papá, pues está algo triste desde que mi mamá enfermó y sé que con las semillas del olvido olvidará su tristeza y podrá ser tan feliz como lo era antes…

-Eso es cierto, pequeña mocosa entrometida –Repuso Galea, impresionada por la verborrea de la sagaz intrusa- pero también debes saber que si olvida su tristeza, tal vez se olvide también de su propio hogar, incluso se olvidará de tu madre o de su propio nombre… tal vez, si la toman ambos se olvidarán de que enviaron al bosque de Hados a su propia hija, en busca de semillas del olvido…

Se pregunta la vieja sesera de esta anciana achacosa y fea si tú estás dispuesta a correr ese riesgo.

-Lo estoy –Contestó Diolinda con firmeza- Todo el mundo es feliz en Arcadea gracias a tus semillas del olvido. No recuerdan tiempos tristes ni penas que lamentar.

-No recordar puede ser mayor maldición que el propio mal que los afligía. Se pregunta esta vieja andrajosa y difícil de mirar si tú estas dispuesta a correr ese riesgo…

-¡Ya te dije que sí, vieja sorda y tonta! –La bruja Galea sonrió feliz ante el inesperado exabrupto feroz de la niña. Se comportaba tal y como esperaba-.

-Eres tan valiente como insensata. Repite mi nombre, pero si cometes un único error te quedarás aquí conmigo para siempre. Se pregunta esta vieja…

-¡Ya sé lo que se pregunta! ¡Estoy cansada de oírte decir todo el tiempo lo mismo!

Diolinda no se reconocía a sí misma. En presencia de la bruja se desmaquillaba toda huella de dulzura para desbordar en despotismo de una criatura maldiciente e irrespetuosa, tan soberbia como la propia hechicera.

La anciana volvió a sonreír, socarrona, ladina, sibilina. Agitó las manos, ansiosa por atesorar su recompensa y enjaular para siempre su regalo; una chiquilla entrometida e insensata que había caído en su añagaza con un ardid tan extravagante y risible.

Por unos instantes, Diolinda cerró los ojos y se llevó las manos blancas y pequeñas a las sienes, tratando de recordar el prolijo texto que debía repetir. Tan concentrada estaba que parecía que tratara de detener la rotación del globo terráqueo con el pensamiento.

Cuando abrió los ojos, recitó sin pestañear:

-Galea Borgia Cassilda Drunilda Berrocacostal Valeria Melania Macusi Galea Octopusy Melinda Buj.

-¡No puede ser, no puede ser! ¡Imposible! ¿Cómo lo has hecho, pequeña tramposa? –Gritó horripilada la bruja, abofeteándose el rostro surcado de zanjas antediluvianas. Cayó de bruces sobre un fangal de estiércol hediondo que confirió a su inherente fealdad matices de monstruosidad onírica.

Cuando se incorporó, le acompañaba un escuadrón de moscardones naranjas empeñados en hacerle cosquillas con sus peludas alas negras en la nariz, ganchuda y virulenta.

La niña vestida de hada madrina comenzó a danzar y canturrear como una princesa enamoriscada de la Luna.

-¡Lo conseguí, lo conseguí! ¡Hurra, hurra! –Brincaba sobre el calamitoso somier de una yacija desvencijada, donde dormía la bruja junto a un perro raquítico y pulgoso de nombre “Colorines”.

Suponía la pequeña que debía referirse tal asignación al tono añil de sus ojos lastimeros y el pelaje blanco, verde y amarillo de su lomo, encorvado y nervudo.

-¡Marcha, marcha ya! ¡No regreses nunca más! ¡Te odio niña entrometida! Coge las semillas del olvido y márchate, ¡fuera de mi vista!

Esputaba la bruja espumarajos gualdos por la comisura de sus labios, declinados hacia abajo.

Diolinda quedó perpleja y dubitativa. Le asustaba pasar más tiempo del necesario junto al horripilante vejestorio del bosque de Hados.

-De verdad, quisiera irme cuanto antes, pero… es que no sé donde encontrar las semillas…

-¡Niña estúpida! ¿Acaso es que no ves esos dos sacos arrumbados junto a la pared? –Le reconvino la bruja, enfurecida-

Diolinda reparó en dos enormes bolsas de trapo arrimadas como amantes clandestinos detrás del apolillado camastro, donde contemplaba toda la escena el cachazudo compañero cuadrúpedo, Colorines.

Se asomó al interior. De nuevo afloró la duda en su faz infantil.

-Hay dos tipos de semillas: unas blancas y otras negras. ¿Cuáles son las que ayudarán a mi papá a olvidar?

-¡Las blancas, son las blancas! ¡Niña estúpida, quiero que te vayas ya! ¿Por qué tardas tanto?

Diolinda, cada vez más conturbada con el carácter atrabiliario de la gruñona bruja, comenzó a guardar a puñados las semillas indicadas.

-¡Espera! –La niña detectó un siniestro fulgor contaminado en la retina del único ojo sano que le quedaba a la bruja y se puso en guardia-.

-Son las negras, son las negras las que debes llevarle a tu padre. Deja las blancas donde las encontraste y llévate las negras, tantas como puedas acarrear. La cafetera humeante que tiene por sesera esta vieja achacosa a veces se confunde. Son las negras, llévatelas todas, cógelas todas y márchate…

Había una premura malsana en el tono perentorio de su voz suplicante.

La intuición le previno de la burda asechanza e hizo como que arrojabas las semillas blancas al saco. Solapadamente las devolvió al refajo de su vestido de hada madrina y removió las semillas negras, mirándolas con devoción y esperanza. Las tomó entre sus manos y las guardó en idéntico compartimento.

Después huyó a la carrera sin mirar atrás. Unos minutos más tarde, regresó al maligno chamizo y arrojó todas las semillas negras a un aprisco, donde habitaba una piara de cerdos deformes, con varias cabezas y aberraciones similares.

Diolinda se puso muy feliz una semana después, cuando comprobó que su mamá se recuperaba milagrosamente y su papá había olvidado el motivo por el cual se levantaba cada mañana tan atribulado y taciturno.

La bruja Galea execraba a todos los dioses conocidos por la masacre perpetrada contra sus cerdos.

Estaban todos muertos, cubiertos de una repugnante espuma oscura que manaba de sus fauces porcinas. La bruja Galea reconoció inmediatamente la causa de tal desenlace: sus cerdos habían ingerido ingentes dosis de semillas negras.

VÍCTOR VIRGÓS, AUTOR DE "LA CASA DE LAS 1000 PUERTAS"


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