Miércoles 22 de May de 2013
¿Profesión? Persona feliz
¿Profesión? Persona feliz
La azafata se inclina cordial sobre mi ajustada butaca de clase turista y me pregunta si quiero tomar algo más. -¿Un café? ¿Un vaso de jugo de naranja? Acepto algo fresco, lo que haya, cualquier cosa con hielo. El aire ya estaba un poco viciado, y tengo la boca seca después de tantas horas de vuelo. Cuando la joven regresa con la bebida, me deja también la tarjeta de migraciones. No falta mucho para llegar a destino, y es hora de completar algunos datos. Pura rutina: Nombres, números de pasaporte y estado civil. Hasta ahí, no hay cavilaciones. Sigo bien con la ciudad de destino, la ciudad de origen, el número de vuelo y el motivo del viaje (¡turismo!). Más preguntas: ¿Lleva más de diez mil dólares? No, ya quisiera yo. ¿Armé mis propias valijas? Sí, desde luego. Ese desorden es todo obra mía… Y no desde ya que no llevo artefactos explosivos ni armas químicas. Paseo la vista despreocupado por el cartón blanco y descubro que dejé vacía la casilla que dice “PROFESIÓN”. Muerdo la tapita de la birome y casi sin pensar, en piloto automático, empiezo a escribir “Abog…”, pero me detengo. Y tacho con ímpetu. De hecho, creo que tacho con tanta fuerza que voy a tener que llamar a la azafata para que me dé un formulario nuevo. Falta todavía para el aterrizaje. Hola. Me llamo Marcos, tengo cuarenta años y soy un hombre feliz. Ahora soy un hombre feliz. Antes no sólo era feliz, sino que era muy infeliz, y la mayor parte del tiempo ni siquiera sabía que lo era. Si hace tres años me hubieran preguntado qué es lo que más me gusta hacer en la vida, hubiera respondido muy diferente de la que les diría hoy. Aquel Marcos de antes ya no se parece a nada al Marcos de ahora. Lo que nos trae de nuevo a la tarjeta de migraciones. ¿Profesión? Abogado. Eso hubiera puesto tres años atrás. Sin dudarlo y con letra clara (Porque no era médico, era abogado) pero ya no. Aunque todavía la memoria muscular me lleve por los mismos caminos, y me obligue luego a tachar y a pedir un formulario en blanco para enmendarme. Sí, yo era abogado. Bueno, como si uno pudiera dejar de ser abogado. Vamos de nuevo: Soy abogado, aún lo soy, pero no ejerzo más esa profesión. Dejé todo, por completo. Y para siempre. ¿Por qué?, me podrán preguntar. ¿Te iba muy mal? La respuesta es sí y no. Me iba estupendamente bien y me iba muy mal. A la vez. Me explico. ¿Me iba bien? Sí, lo tenía todo. Vengo de una familia de abogados, así que no me costó lo más mínimo insertarme en la profesión. Y crecí a una velocidad asombrosa. Antes de los veintiocho tenía mi propio estudio, con una chapa de bronce en la puerta de mi oficina, secretarias y varios empleados. ¿Me iba bien? ¡Claro que me iba bien! Ganaba más plata de la que había soñado. Tenía una casa hermosa en la ciudad y otra en el country, dos autos, una moto y hasta un velero para pasear los fines de semana. Ahora bien. ¿Me iba muy mal? Sí, también me iba muy mal. Odiaba mi profesión. Me aburría insensatamente. Es decir, era inmensamente infeliz. Claro que no me daba cuenta de eso. Pero lo canalizaba de otras formas muy evidentes y palpables. Tenía ataques de pánico, ataques de estrés, ataques de angustia. Nombren el ataque que quieran: Yo lo tuve. Tuve úlceras y problemas gástricos. Tuve acidez, calvicie prematura, desórdenes alimenticios y un insomnio desgarrador. ¿Y yo me daba cuenta de que eso tenía algo que ver con mi exitosa profesión? Pues no. Se lo atribuía a las cuentas, a los clientes, a los juicios. Yo despreciaba esa profesión en la que había entrado de un modo casi irreflexivo. Mi padre era abogado. Mi abuelo fue abogado. ¿Tenía yo alguna alternativa? “Dr. Lorenzi” podía llamar alguien en una reunión y tres sujetos, de tres generaciones diferentes, abuelo, padre e hijo, nos hubiéramos dado vuelta y respondido a la voz. Bueno, sí tenía alternativa, no me daba cuenta. Por eso estudié lo que estudié, sin jamás cuestionarme ni por un segundo cuáles eran mis deseos. Actuaba como un robot, guiado por la historia y por los mandatos. Y los mandatos me tenían colgado de unos hilos de algodón, como si yo fuera una marioneta sin voluntad ni anhelos. Pero un día la infelicidad fue más fuerte. Colapsé, literalmente. Caí fulminado por un preinfarto. Y todavía no había cumplido treinta y cinco años. Esa internación fue una bisagra en mi vida. Lo tomé como un retiro en un monasterio. No me podía seguir escapando de mí. Por primera vez comencé una terapia en la que repasé mi historia, mis orígenes. Y me hice la gran pregunta: ¿Qué quiero hacer en esta vida? ¿Qué es lo que más me gusta hacer en la vida? Y la respuesta estaba ahí no más, sólo que no la podía ver. Durante años me había negado a ver mis verdaderos impulsos, mis deseos más genuinos. ¿Qué hacía yo cada vez que mantenía una de esas larguísimas charlas telefónicas con algún cliente y mi mente vagaba desatenta? ¿Qué hacía yo para matar el tiempo cuando tenía algún viaje de negocios? ¿Qué hacía yo desde chico, y siempre con talento y ganas, que según maestros, amigos y padres? Ahí va: Yo dibujaba. De pronto ví todo con una claridad abrumadora. Yo quería ser dibujante; no abogado. Era de verdad bueno con las manos, sólo que jamás si quiera se me había ocurrido que yo podía ser y vivir de eso, construir una carrera. Según mis mandatos y mi herencia, dibujar no podía ser considerado más que un hobby. Así que la respuesta estaba ahí. La solución era clara. Sólo hacía falta juntar coraje, tomar envión. ¿Era un salto al vacío? Si lo era, valía la pena. El avión tocó tierra. Las ruedas chillan un poco contra el asfalto de la pista. Miro mi tarjetita de migraciones. La nueva. La que corregí. ¿Profesión? Ilustrador. Ya no dudo. Ahora soy eso. Ahora soy feliz con lo que hago. Con eso que elegí hacer. Ustedes se preguntarán si me va igual de bien que cuando era abogado y tenía dos casas y palos de golf y no sé cuántos autos en el garaje. Sí claro, me va mil veces mejor. Tengo una sola casa, y un auto (que ni siquiera es el último modelo). Pero ¿saben qué? Soy feliz siempre. Y me doy cuenta de que soy feliz. Y hago lo que de verdad deseo, y no eso para lo que las fuerzas insondables de la herencia me programaron. Tengo lo que cualquiera describiría como una vida “más modesta”. Pero que yo, por experiencia, llamo simplemente una vida “más dichosa”. La vida que me armé, y no en la que me metí por inercia. La de Marcos, un hombre de cuarenta años y un hombre feliz.